En defensa de la vida

(La Razón, 8 de febrero de 2009)

Los médicos decidieron ayer, por sorpresa, la suspensión total de la alimentación e hidratación artificial a Eluana Englaro, la mujer italiana de 38 años en estado vegetativo desde 1992. Aunque en un principio el proceso debía ser progresivo, el equipo de facultativos lo precipitó para acelerar el fallecimiento. La iniciativa del Gobierno italiano de aprobar una ley urgente para impedir la muerte de la mujer ha podido influir decisivamente en este cambio brusco de criterio. En cualquier caso, Eluana Englaro tardará al menos quince días  en morir de hambre y de sed, mientras se le administran únicamente sedativos y antiepilépticos. Del mismo modo que fallecería cualquier ser humano que no pudiera comer por sí mismo. Objetivamente, por tanto, hablamos de un homicidio, porque Eluana no se encuentra en una situación terminal ni su vida depende de estar conectada a una máquina extracorpórea. La polémica inagotable sobre la denomina «muerte digna» ha vuelto a encender un debate entre los defensores y los detractores de considerar el acto de procurarse la muerte, ya sea de manos de un tercero o con asistencia de autoridades públicas, como un derecho humano. Sin duda, y nadie puede negarlo, las peculiares circunstancias de Eluana lo convierten en una situación extrema, que ha sometido a su familia a un dolor y un sufrimiento difícilmente imaginables, y que debe conmover profundamente a cualquier persona de bien. Pero, del mismo modo, parece evidente que, en este caso, el empeño de algunos grupos en que la vida de Eluana acabe de una vez es un movimiento de solidariadad sobre todo hacia sus familiares y no hacia la propia paciente, que en estos momentos está incapacitada para tomar decisiones sobre su futuro. Y es éste un matiz muy relevante, que no puede ser infravalorado, porque, en el fondo, se abre la puerta de par en par al concepto de vida prescindible en determinadas situaciones de incapacidad física o psíquica. Hoy, es Eluana, pero los argumentos que justifican ese fallecimiento, o el de Terry Schiavo, podrían servir en un futuro para enfermos de alzhéimer, esquizofrénicos, leprosos o cualquier otro paciente con una patología neurodegenerativa. ¿Dónde está entonces la frontera entre la muerte digna y la indigna? El humanismo cristiano respondió hace tiempo a esa pregunta cuando aportó el concepto de encarnizamiento terapéutico para fijar los límites éticamente no traspasables en la lucha por una vida. Hablamos de aquellas prácticas médicas con pretensiones diagnósticas o terapéuticas que no benefician realmente al enfermo y le provocan un sufrimiento innecesario, lo que no encaja en el caso de Eluana.
La vida es un bien moral superior, un derecho supremo del individuo que no puede ser violentado y que debe ser amparado por los estados. Cuando una nación admite en su cuerpo jurídico e incluso en una especie de ética colectiva el derecho a procurarse la muerte, se favorece una pendiente peligrosa que no siempre afecta sólo a enfermos, sino que se aplica a gentes que simplemente no quieren vivir. La historia está repleta de episodios trágicos, casi apocalípticos, que nos han demostrado el error de someter  el derecho a la vida a un principio de relativismo moral o de utilitarismo social. Esas sociedades no miran hacia el futuro ni hacia el progreso, sino que retroceden hacia épocas donde muchos seres humanos no eran considerados como tales. Eluana Englaro va a morir, pero ¿es humano y legítimo matar a una persona de hambre y de sed? Rotundamente, no.