(Aceprensa , 1 de octubre de 2008)
Gonzalo Herranz.
La medicina paliativa pone singularmente de relieve dos aspectos
nucleares de la ética médica: el respeto médico hacia los débiles y el
reconocimiento del carácter finito de las intervenciones curativas del
médico.
La medicina paliativa se las ve con pacientes
desahuciados, terminales. Unas veces, su ruina es prevalentemente
física y marcada por el avance incontenible del fallo orgánico. Otras
veces, lo más saliente es el deterioro de la vida de relación: la
demencia, la lesión cerebral, el coma persistente. Los médicos, ante
esas vidas irreversiblemente dañadas, ¿cómo han de hacerles frente?
Algunos
estiman que hay seres humanos tan estragados por la enfermedad y el
sufrimiento que se les han de denegar no sólo las intervenciones
curativas, ya inútiles, y los cuidados sintomáticos, sino también la
alimentación y la hidratación. Más aún: a algunos de ellos se les debe
aliviar por medio de la eutanasia, que es la única intervención médica
que les puede beneficiar. Tal actitud, además de suponer una subversión
total de la tradición ética del respeto a la vida, reniega del futuro,
pues renuncia a extender el dominio de la medicina.
La especial dignidad del débil
Una
de las ideas más fecundas y positivas, tanto para el progreso de la
sociedad como para la educación de cada ser humano, consiste en
comprender que los débiles son importantes. De esa idea nació
precisamente la medicina. Pero, a pesar de dos milenios de
cristianismo, el respeto a los débiles sigue encontrando resistencia en
el interior de cada uno de nosotros y en el seno de la sociedad. Hoy el
rechazo de la debilidad es aceptado y ejercido en una escala sin
precedentes. Ser débil era, en la tradición médica cristiana, título
suficiente para hacerse acreedor al respeto y a la protección. Hoy, en
ciertos ambientes, la debilidad es un estigma que marca para la
destrucción.
La medicina no es inmune a esa nueva mentalidad.
Aquélla no tendría ya por fin exclusivo curar al enfermo y, si eso no
es posible, aliviar sus sufrimientos y consolarle, sino restaurar un
nivel exigente, casi perfecto, de calidad de vida. El hospital se
convierte así en un taller de reparaciones: o arregla los desperfectos
o destina a la chatarra.
Los médicos necesitan comprender que su
primer deber ético, el respeto a la vida, toma de ordinario la forma de
respeto a la vida debilitada. En toda medicina el respeto a la vida
está unido de forma indisoluble a la aceptación de la vulnerabilidad,
de la fragilidad esencial del hombre, de la inevitabilidad de la
muerte. El médico no tiene que vérselas con los sanos y fuertes, sino
con los enfermos y débiles, con gente que pierde su vigor físico, sus
facultades mentales; la vida, en definitiva.
Al médico se
le plantea, en cada encuentro con sus pacientes incurables, una
cuestión previa: la de reconocer, detrás de aquella apariencia dolorida
o degradada, toda la dignidad de un hombre. La enfermedad terminal
tiende a eclipsar la dignidad, a destruirla. La salud confiere, en
cierto modo, la capacidad de alcanzar una humanidad plena; por el
contrario, sufrir una enfermedad incurable supone, de mil modos
diferentes, una limitación terrible de la capacidad de llegar a ser, o
de seguir siendo, plenamente hombre. Porque una enfermedad seria o
incapacitante, y mucho más si es terminal, no consiste sólo en graves y
críticos trastornos musculares o celulares: constituye también, y
principalmente, una amenaza a la integridad personal, que pone a prueba
al enfermo en cuanto hombre. El buen médico no puede olvidarse de esto
cuando está con sus enfermos y los atiende.
No discriminar
Res sacra miser.
Con esta denominación de origen cristiano-estoico, recuperada por
Vogelsanger, se expresa de modo magnífico la especial dignidad del
enfermo desahuciado. Traduce de maravilla la coexistencia de lo sagrado
de toda vida humana con la ruina biológica causada por la enfermedad.
Sólo si la situación del enfermo se considera a esta luz, se descubre
no sólo que su vida es inviolable, sino que hay una obligada
responsabilidad de los sanos de cuidarle, función que es delegada en el
médico. La coexistencia, arriba aludida, de dignidad y decaimiento está
en la raíz de la ética de toda medicina, pero en especial de la
paliativa, con su obligación científica de observar el organismo
enfermo, de cosificarlo, para estudiarlo mejor.
El
paciente terminal tiene derecho a la atención del médico, a su tiempo,
a su capacidad, a sus habilidades. Lo tiene en la misma medida que el
enfermo que puede ser curado y reintegrado a la normalidad. Existe la
obligación de atender a cada uno tal como es, sin discriminaciones.
Pero con demasiada frecuencia, el paciente terminal recibe menos
atención y afecto. Por eso, el médico necesita revisar con frecuencia
cuál es su conducta en relación con el principio ético de
no-discriminar.
Huir de las intervenciones fútiles
Es
esencial que el médico acierte a reconocer los límites prácticos y
éticos de su poder: no le basta saber que, de hecho, ni es todopoderoso
técnicamente ni lo puede arreglar todo. Debe tener presente que hay
límites éticos que no puede sobrepasar porque su acción es inútil. Para
ello, al médico le son necesarias dos cosas: la primera es tener una
idea precisa de que sus medios de actuación son limitados, finitos; la
segunda es comprender que ni la obstinación ni el abandono son
respuestas éticas a la situación terminal: sí lo es la medicina
paliativa.
Se trabaja ahora activamente en definir, en términos
éticos y en protocolos clínicos, la noción de futilidad médica. Hay una
futilidad diagnóstica, lo mismo que hay una futilidad terapéutica.
Junto al bien conocido ensañamiento terapéutico, hay también una
obstinación diagnóstica, antiéticos uno y otra. La frontera entre la
recta conducta paliativa y el error del celo excesivo no está clara en
muchas situaciones clínicas.
Tampoco se conoce exactamente el
rendimiento de muchas intervenciones médicas. Siempre habrá una franja
más o menos ancha de incertidumbre, en la que el médico tendrá que
decidir en la indeterminación e inclinarse por ofrecer a su paciente el
beneficio de la duda. El buen médico tendrá siempre presente que,
inevitablemente, llegará a un punto en que las ganancias de sus
intervenciones serán desproporcionadamente exiguas en relación con el
perjuicio y sufrimiento que provocan o el gasto económico que originan.
No puede olvidar el riesgo de que el remedio resulte peor que la
enfermedad.
Visión binocular
Para no
desorientarse en el complejo curso de su relación con el enfermo
terminal, para no perder la perspectiva, el médico paliativo ha de
observar a su paciente con una visión binocular. Ha de mantener
constantemente despierta la conciencia de que su relación con el
enfermo es, de un lado, una relación interpersonal: tiene delante a un
ser humano, cuyas convicciones y deseos han de ser tenidos en cuenta y
cumplidos en la medida de lo razonable. Esa relación personal ha de
extenderse también a los allegados del enfermo. Eso ha de verlo el
médico con su ojo sensible a lo humano y personal de su paciente.
Pero,
al mismo tiempo, ha de atender a las necesidades y límites de la
precaria biología del paciente terminal, de la vida que se va apagando.
Con el ojo científico, el médico ha de ver por debajo de la piel del
paciente terminal un objeto biológico gravemente trastornado. El
paciente no puede ser reducido nunca a un mero conjunto de moléculas
desarregladas o de órganos desconcertados, a un sistema fisiopatológico
caótico y desintegrado. Es esas cosas y, a la vez, una persona. La
visión binocular del médico ha de integrar, superponer, la imagen de
ese sistema fisiopatológico, trastornado más allá de toda posibilidad
de arreglo, con la de ese ser humano al que no puede abandonar, al que
ha de respetar y cuidar hasta el final.
Ahí está la grandeza y
el riesgo de la medicina paliativa. Ver simultáneamente a las personas,
para seguir a su lado, y ver su biología naufragada, para abstenerse de
acciones fútiles. Siempre necesita el médico ver con esa visión
binocular, pues lo exige su doble condición de cuidador de los hombres
y de cultivador de la ciencia natural. En el curso de la relación
médico-paciente, el médico ha de alternar los momentos en los que
observa la relación principal yo-tú, de sujeto a sujeto, interpersonal,
y los momentos en que la deja fuera de foco, para fijar su atención en
el paciente-objeto, en los que el paciente es convertido en objeto de
observación e intervención científico-natural, para determinar así la
naturaleza del proceso patológico y del tratamiento correspondiente.
Aliviar y consolar
La
evaluación clínica de los datos obtenidos mediante la exploración
física, los análisis bioquímicos o la invasión instrumental, simboliza
ese elemento objetivo en la relación médico-enfermo, que, por su propia
naturaleza, exige el máximo desasimiento posible de toda consideración
subjetiva, de toda vinculación emocional o afectiva. El médico no
podría ser un buen médico si, en ese momento, no deja a un lado la
compasión y la simpatía, y calcula fríamente cuáles han de ser los
términos justos de su intervención.
Llega, lamentablemente, el
momento en que los indicadores científico-objetivos sentencian que el
proceso es ya irreversible y que se ha iniciado la fase terminal de la
enfermedad. El médico debe entonces abandonar la idea de curar y
emplearse en el oficio, muy exigente de ciencia, de competencia y de
humanidad, que consiste en aliviar y consolar. El reconocimiento de que
ya nada curativo queda por hacer es una manifestación neta de
humanidad, un acto ético elevado, lleno de solicitud. Puede ser una
coyuntura psicológica difícil para todos: para el paciente, sus
allegados y el médico, pues puede poner a prueba la confianza que
aquéllos tienen en él. Pero la gente va entendiendo que hoy su
confianza en el médico ya no se puede basar principalmente en la
simpatía campechana e indulgente del doctor, en su humanidad en sentido
popular. Esa confianza se apoya cada vez más en la objetividad
científica del médico, en su competencia, en su familiaridad con los
métodos de diagnóstico y tratamiento aceptados, en su templada renuncia
a lo fútil, en su dominio de la medicina paliativa.
La prueba de Ruskin
A todos,
médicos o no, nos conviene someternos a lo que suelo llamar la prueba
de Ruskin. Es una piedra de toque para medir la firmeza de nuestro
compromiso de no discriminar. Ruskin pidió, en una ocasión, a las
enfermeras que participaban en un curso sobre "Aspectos psicosociales
de la vejez" que describieran con sencillez cuál sería su estado de
ánimo si tuvieran que asistir a casos como el descrito a continuación:
Una
paciente que aparenta su edad cronológica. No se comunica verbalmente,
ni comprende la palabra hablada. Balbucea de modo incoherente durante
horas, parece desorientada en cuanto a su persona, al espacio y al
tiempo, aunque da la impresión de que reconoce su propio nombre. No se
interesa ni coopera en su propio aseo. Hay que darle de comer comidas
blandas, pues no tiene dentadura. Presenta incontinencia de orina y
heces, por lo que hay que cambiarla y bañarla a menudo. Babea
continuamente y su ropa está siempre manchada. No es capaz de andar. Su
patrón de sueño es errático, se despierta frecuentemente por la noche y
con sus gritos despierta a los demás. Aunque la mayor parte del tiempo
parece tranquila y amable, varias veces al día, y sin causa aparente,
se pone muy agitada y estalla en crisis de llanto inmotivado. Así son
sus días y sus noches.
La respuesta que suelen ofrecer los
alumnos es, en general, negativa. "Cuidar de un caso así sería
devastador, un modo de dilapidar el tiempo de médicos y enfermeras.
Casos como éste deberían estar en los asilos: no hay nada que hacer por
ellos", dicen unos. La Prueba de Ruskin termina haciendo circular entre
los participantes la fotografía de la paciente referida: una preciosa
criatura de seis meses de edad. Una vez que se sosiegan las protestas
del auditorio por haber sido víctimas de un engaño, es el momento de
considerar si el solemne y autogratificante compromiso de no
discriminar puede ceder ante las diferencias de peso, de edad, de
perspectiva vital, de sentimientos que inspira el aspecto físico de los
distintos pacientes, o si, por el contrario, ha de sobreponerse a esos
datos circunstanciales.
Es obvio que muchos estudiantes y médicos
han de cambiar su modo sentimental de ver a sus enfermos. Han de
convencerse de que la paciente anciana es, como ser humano, tan digna y
amable como la niña. Y los enfermos que están consumiendo los últimos
días de su existencia, incapacitados por la demencia o el dolor,
merecen el mismo cuidado y atención que los que están iniciando sus
vidas en la incapacidad de la primera infancia.