(La Gaceta, 4 de mayo de 2007)
José
Manuel Giménez Amaya
Médico
y Catedrático de Universidad
Hace algunas semanas, la Radio
Nacional de Australia retransmitió un programa sobre uno de los discursos más
importantes de la historia del pensamiento: el que pronunció
Sócrates ante un jurado ateniense de
500 hombres en el año 399 a. C., para defenderse de las graves imputaciones que
pesaban sobre él y que podrían acarrearle la pena de muerte, como así sucedió.
En esa apasionada y magistral disertación,
el gran pensador griego señaló que, cuando un hombre nace, le acompañan dos
corredores, que intentan alcanzarle de forma permanente durante su vida: la
muerte y el mal. Hay uno inevitable: la muerte; pero hay que procurar con todas
las fuerzas y por todos los medios que el segundo no nos agarre definitivamente.
La cultura clásica se planteaba
dos grandes preguntas: ¿cómo evitar que mi vida se pierda o sea inútil?; ¿cómo
vivir una vida completamente humana, plena y feliz? Nadie hasta Sócrates había pensado
sobre la cuestión de la existencia humana responsable con esa radicalidad. Y el
gran mérito de este auténtico "filósofo" -amante de la sabiduría- es haber
mostrado a la posteridad que estos interrogantes que tanto le inquietaban no eran
particulares de una determinada época o coyuntura histórica. Pertenecían por derecho
propio a la vida libre y responsable del hombre de todos los tiempos.
En el mundo predomina hoy de
manera esencial lo que se podría denominar un "vitalismo cientifista
biomédico". Esta cosmovisión sitúa al hombre dentro de un sistema biológico
complejo, pero manejable y mejorable, y que presenta algunas características
que lo hacen bastante único; para muchos, incluso existe una "epifenomenología"
que lleva a considerar aspectos de la existencia humana como la libertad, el
amor o la culpa, por citar sólo algunos, como procesos que, en definitiva, son
tan materiales como el movimiento de los planetas o la biología molecular de
los receptores celulares. Sin duda, la vida en este contexto es muy querida y
disfrutada; nunca en la historia de la Medicina se ha luchado tan eficazmente
por el sostenimiento vital del hombre sano o enfermo.
Por eso llama extraordinariamente
la atención lo paradójico que resulta que un entorno que siente la vida con un
deseo tan grande de disfrute y pasión, se manifieste partidario de la
eutanasia. Pero esta contradicción es sólo aparente. En buena lógica, cuando la
dimensión radical de la existencia humana es exclusivamente la biológica, y sus
bienes son los derivados de la corporalidad y de las experiencias sensibles, al
decaer los elementos físicos que no puede ofrecer ya una biología pujante, ésta
pierde irremediablemente su sentido global.
Cómo es casi un lugar común, en los
momentos históricos en que se ha concedido primacía a la vida física y al
hedonismo ("el placer es lo único bueno en sí mismo"), se ha defendido también vigorosamente
la eutanasia y el suicidio. Esto no es novedoso. Lo que llama la atención ahora
es lo inútil que resulta objetar contra estas actitudes desde premisas como la
defensa y dignidad de la persona; quizá porque estas mismas nociones tienen su
expresión en la perspectiva cientifista-hedonista. Como vemos a diario, el
derecho a una muerte "digna" es uno de los argumentos más usados por los
defensores de la eutanasia.
Pero ocurre que el concepto de "dignidad
humana" ha perdido su calado de trascendencia metafísica y se ha convertido en
una cualificación de vida biológica en términos empiristas; en definitiva, de
experiencia sensible. Parece claro que la acción positiva en favor de la
eutanasia es algo profundamente violento y contrario a la tendencia universal de
conservación de ese gran bien que poseemos, la experiencia vital. Sin embargo,
la fuerza de la perspectiva empírico-cientificista es de tal envergadura que
hace sopesar positivamente en muchos la destrucción voluntaria de la vida
humana; y esto casi de forma pacífica y de modo emotivamente plausible.
Lo peculiar de nuestro tiempo es
la defensa teórica que esta actitud recibe del entorno cultural circundante:
morir "bien" y con "dignidad" es también sinónimo de autodestrucción vital. Se
emplean recursos, casi sin límite, para salvar una vida después de un accidente
o de una enfermedad grave, y se valora positivamente que alguien decida terminar
con su existencia, si ese es su deseo. No es de extrañar que
Alasdair MacIntyre, célebre filósofo
moral de nuestros días, haya declarado que debates como este estén cerrados objetivamente
por la misma naturaleza de las posiciones encontradas.
Ante todo esto, el nudo gordiano
de mi argumentación es la necesidad de volver a una ética de la vida buena, a una
ética de la vida feliz. Retomar la fuerza de nuestro discurso en los presupuestos
que vieron nacer esta sabiduría en la antigua Grecia. Y entrar bien pertrechados
y con serenidad sapiencial en los grandes debates de la cosmovisión empirista:
por ejemplo, uno de ellos, muy cercano ahora por los medios de comunicación, es
el de mente y cerebro, cuerpo y alma.